Me inspira profundo respeto hablar de “la separación de la pareja”, porque es hablar de dos personas que en un inicio se quisieron y apostaron por tener un proyecto en común y éste no llegó a un buen fin o al fin deseado.
Y por lo tanto hay dolor, mucho dolor, independiente de lo que ocurrió y de cómo cada uno afronta esta situación. El denominador común es este dolor.
Cuando escuchamos que alguien se separó, podemos ver cómo hay diferentes miradas sobre este hecho, desde enfocarlo como una auténtica desgracia a irnos al otro extremo y verlo como algo normal, como un hecho sin la menor transcendencia.
Es importante pararnos y reflexionar ¿desde dónde queremos mirar este hecho que acontece en nuestra vida o en la vida de una persona querida?, porque la forma en la que lo hagamos marcará cómo será este proceso y el cómo acompañemos a las personas que queremos en este camino.
Una separación es la vida misma. Es el movimiento continuo de encuentros y despedidas. Un día no encontramos con esa persona y nos elegimos, surgió algo en nosotros que nos impulsó a querer crear un proyecto de vida y caminar juntos y con el trascurrir del tiempo y lo mucho que acontece en la relación, decidimos por diferentes motivos que es mejor caminar solos y finalizar nuestro proyecto de pareja, y tenemos que afrontar la despedida. Lo cual, cuando tenemos hijos, no implica despedirnos como padres. Nos encontramos en un nuevo punto, decidimos separarnos como pareja y continuamos juntos como padres.
Y aquí es importante poner conciencia en responsabilizarnos como adultos de lo que está aconteciendo en nuestras vidas, de esta decisión que hemos tomado o que vamos a tomar para poder transitar por este proceso de duelo, de pérdida, de una forma responsable y cuidadosa hacia nosotros mismos y hacia nuestros hijos.
Es un acontecimiento serio, un proceso de duelo, que trae la pérdida de la pareja, de los proyectos ideados, de las expectativas que pusimos, de los sueños que soñamos y toca una parte profunda de uno mismo. Es un camino que hay que recorrer y cuyo objetivo es encontrarnos mejor, aprender de lo vivido, crecer e ir hacia la vida con fuerza. Así, si nosotros estamos bien, nuestros hijos estarán bien.
Cuando compadecemos a los niños de padres separados, les quitamos dignidad a los padres y a los niños. Se entiende una compasión sobreprotectora o altiva y arrogante. Les amputamos a los padres la capacidad que tienen como adultos de tomar decisiones que entienden las mejores para su vida, la capacidad para gestionar su dolor, sus heridas y su duelo y la capacidad para responsabilizarse de su tarea y su proyecto como padres.
Como dice Joan Garriga, “no hay un decálogo dogmático sobre el bien separarse ni aleccionador, si no un enfoque con realismo, con responsabilidad y esperanza para que en este proceso llegue a existir un proceso de reconciliación con lo que pasó, con uno mismo y con la pareja, donde haya dignidad y podamos darle un lugar en nuestro corazón y caminar hacia la vida, hacia un lugar mejor”.